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Atrapado en las alturas (1 / 2)

La primavera parecía al fin querer suavizarse un poco tras una larga racha de borrascas y nieves tardías. Aquel 22 de abril de 2005 había amanecido y transcurría con talante veraniego: la temperatura era suave, los pajarillos cantaban recién retornados de sus cuarteles de invernada y los campos verdeaban a la par que la vegetación se apresuraba a brotar por doquier anunciando que mayo estaba a la vuelta de la esquina. A primeras horas de la tarde me acerqué a Lumbier con el propósito de emprender un pequeño vuelo hacia el sur para fotografiar los ríos Queiles y Huecha, cuyas fuentes se ubican en las faldas del Moncayo.

Por el campo sólo estaba Raúl bricoleando en su autogiro. Saqué a mi buen amigo Víctor 8 del hangar -un bello ejemplar de P96 que pese a su juventud ya contaba con la experiencia de haber bregado en numerosas batallas- y procedí a las rutinas prevuelo habituales. El día continuaba soleado y sin viento, pero el cielo se había ido cuajando de pequeños cumulitos que denotaban una clara inestabilidad, aunque dado que el sol se hallaba ya en claro declive no parecía probable que fueran a evolucionar de forma adversa.

Tras comprobar los waypoints en el GPS, despegué a las 17:00 y media hora más tarde me hallaba en los aledaños del Moncayo, donde había algo más de nubosidad, como suele ser habitual en zonas de montaña. Otra media hora después había concluido ya el trabajo y me dispuse a emprender el regreso, no sin antes hacer una última foto a un espectacular cumulonimbo con espléndidos arco iris asociados que se había formado al suroeste, hacia Zaragoza (es la foto que ilustra este relato). Cuando finalmente puse rumbo norte, pude comprobar que la nubosidad había aumentado también en aquella dirección, si bien tampoco parecía presagiar nada inquietante. Fue entonces cuando alcancé a oír la voz entrecortada de Raúl que me llamaba por radio para advertirme de que en Lumbier...¡estaba lloviendo! "Vale colega" -me dije a mí mismo- "parece que el regreso va a estar más bien animadillo".

Recién cruzado el Ebro, me topé con una muralla nubosa que podríamos calificar de "rotunda", con pocas pintas de poder ser contorneada por alguno de sus lados en un intervalo de tiempo razonable. La tenebrosa oscuridad del terreno sobre el que se erigía aquel rollizo "congestus" me hizo abandonar rápidamente la idea de meterme bajo sus tripas. La única vía practicable hacia mi objetivo estaba por arriba. Probablemente, este hubiera sido el momento de plantearme las cosas de otra manera y poner proa a algún campo alternativo de los que no faltan por la zona, pero suele suceder que nos cuesta muchas veces tomar verdadera conciencia del "marrón" en el que nos estamos metiendo hasta que ya es demasiado tarde.

Así pues, dispuse a mi sufrido compañero alado en configuración de tasa de ascenso óptima y a 4.500 rpm me fui encaminando hacia aquellas resplandecientes volutas que contrastaban en las alturas con un límpido cielo azul. Los minutos pasaban y no terminaba de alcanzar el techo. "Qué poco trepa esto hoy, leñe, cualquiera diría que tiene miedo a la altura". Pero en realidad la culpa no era de Víctor, lo que pasaba es que la nube se hallaba en plena efervescencia, lanzada imparable hacia arriba con una tasa de ascenso que no debía andar muy lejos de la nuestra. Para complicar más las cosas, el claro que quedaba a nuestra espalda se había ido cerrando progresivamente y ahora nos veíamos metidos en una especie de cárcava de poco más de un kilómetro de diámetro, bien rodeados de algodón...

Para entonces ya había anidado en mi estómago esa desagradable sensación de vacío, ese cosquilleo que en determinadas situaciones nos recuerda la infinita levedad de nuestra existencia. Me hallaba a 15.000 pies QNH, con el motor a tope, una misérrima tasa de ascenso de menos de 100 fpm y girando sin cesar en aquella especie de embudo libre de nubes. Tenía que luchar continuamente contra el impulso inconsciente de tirar de la palanca cuando los hilachos de nube comenzaban a acariciar el morro del avión, tratando desesperadamente de remontar aquellos en apariencia escasos metros que quedaban para coronar el gigante.

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